Remotas huellas de llama
y de martillo lo azulan
con brillos que confabulan
los cruces de la amalgama;
con reverberos de escama
el resplandor lo sonroja
y si en el mango se moja
la luz en candor de plata,
entre hielos se amorata
la línea cruel de la hoja.
Su finura traicionera
es parca y seria en la zaina
intimidad de la vaina
con un trébol por puntera,
pero el recato de afuera
que en redondeces se alisa,
en lo oscuro profundiza
un acerado punzar
siempre dispuesto a brotar
de pronto, como la brisa.
No es la mano quien lo busca
sino su peso liviano
que lleva hacia atrás la mano
como una llamada brusca;
no hay ruego que lo reduzca
antes que la carne duela,
después se empaña en la suela
o, carcomido de herrumbre,
esconde su pez de lumbre
bajo una capa canela.
Lleva la muerte sumida
y aunque lo melle el trabajo,
guarda la forma del tajo
y el ángulo de la herida;
tiene en la noche guarida
y en la sangre madrugada,
blandura en la rebanada
de la galleta pulposa
y gusto en la carne untuosa
de la costilla adobada.
Hendiendo la lonja alarga
una aspereza ligera
como rasguño que fuera
rayando al través la sarga,
y si la fuerza lo carga
a pique en un alambrado
corta, si está bien llevado,
con quejido de violín,
hasta alambre “San Martín”
de un solo golpe ladeado.
Conoce el lugar del cuello
donde de un tajo se mata,
mientras un hilo escarlata
se agloba con el resuello,
y con pausado destello
y suavidad minuciosa,
corre en la espuma viscosa
que hay entre la res y el cuero,
como una quilla de acero
que surca la carne rosa.
Al cuchillo se lo estima
como a la punta del brazo:
es lo mismo que un retazo
de muerte llevado encima;
y así como tiene el clima
viviente de la cintura,
vale por lo que figura
y por lo que es realmente:
emblema resplandeciente
del alma de la llanura.
Versos de Miguel D. Etchebarne
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