El día como un resero
pechando las sombras llega
y el viento manso doblega
los juncos en los esteros;
muestra pendiente el lucero
sobre el campo su rodaja
y queda sangre en la faja
del horizonte encendido,
después de haber descorrido
la neblina, su mortaja.
Con la alborada, el puestero
que habita el rancho del bajo,
se apresta para el trabajo
cargando liado su apero;
mientras ensilla, su overo
le relincha a la madrina,
y sale de la cocina
-donde arde la leña humosa-,
diligente y cariñosa
con el amargo su china.
Devuelve el mate a su amada,
le da el cabresto del flete
y abre la puerta del brete
que acorrala la majada;
al regresar, su mirada
se baña en la faz querida,
y en la corta despedida,
ella, con gesto travieso,
lo incita a quemar un beso
sobre la boca encendida.
La brisa expande el aroma
del trébol, donde el rocío
se hace chispiante atavío
cuando el sol brillante asoma.
Cruza un jinete la loma,
un tero levanta el vuelo
y mostrando su recelo
su alerta insistido grita,
mientras en el bajo agita
una morocha el pañuelo.
Versos de Salvador Riese
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