Aun me parece ver su cara seria
entre el montón de gente de la feria
y el cálido fulgor de su mirada
bajo el chambergo de ala levantada.
El contraste purpúreo del pañuelo
le arrebolaba el ébano del pelo
y la retinta blusa de lustrina
que abrochaba en el cuello una esterlina.
Sobre la faja pampa, como llama,
la rastra entrelazaba el monograma,
prolongando el reflejo de su brillo
hasta el cabo de plata del cuchillo
y la bombacha blanca era una nota
de luz junto al acero de la bota.
Lo estoy viendo, apoyado en la tranquera,
desdoblar la sobada tabaquera
de buche de ñandú, que en el derecho
tenía un bordado pálido y deshecho
y armar pausadamente un cigarrillo
calculando los quilos de un novillo.
Lo contemplo después, entre el ganado
en un potrillo zaino, ya enfrenado,
atajar con el poncho una ternera
al viento la vistosa corralera,
y diviso su mano al saludar
levantando el rebenque en el pulgar.
Alguien me dijo que debía una muerte
agregando que fue por mala suerte.
Eso justificaba la tristeza
que le inclinaba un poco la cabeza,
su silencio que siempre consentía
con un gesto que apenas respondía
y su mano nerviosa y recatada
como si la tuviera ensangrentada.
Yo no volví después por esa zona
ni supe nada más de su persona.
Aun andará en el pago si lo deja
el acérrimo avance de la reja:
no era hombre para cortas extensiones
ni para batallar con los terrones.
Ha de seguir arreando la tropilla
hacia un confín de cardos y gramilla
hasta perderse al fondo de un camino
en el galope corto del destino.
Versos de Miguel D. Etchebarne
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