En el paisanaje viejo
pero paisanaje flor,
conocí entre lo mejor
a un tal Rudecindo Trejo;
hombre prolijo y parejo
para ensillar y vestir,
y se me sabía ocurrir
cada vez que lo veía,
que en todo él se leía:
¡no puede el gaucho morir!
Era una estampa divina
del hombre puro y altivo,
digno estudio y fiel motivo
del gaucho de la Argentina;
de melena lacia y fina,
y elegante hombre campero,
con su vestir y su apero
imponía el mayor respeto,
pues era como un decreto
expulsando lo extranjero.
Vestía de negro merino
chiripá a la pantorrilla,
ensortijada golilla
y un poncho a listas muy fino;
eran un medio argentino
de su blusa, los botones,
el oro y los patacones
cubrían su tirador
y un facón y rastra flor
decían: ¡quedan varones!
Un sombrero que era en fijo
bien gaucho y de lo mejor,
con retranca y pasador
de oro ajustando el barbijo;
y las botas, yo colijo,
fueron de un potro azulejo;
las espuelas como espejo
se veían relumbrando,
tal como si el sol testando
les legara algún reflejo.
Como en todo presumía,
presumía de bien montao
y más sobre un colorao
cabos negros, que tenía;
el apero relucía,
pues era deslumbrador;
y para decir mejor
ese hombre así presumiendo
era un horcón sosteniendo
lo que adora este cantor.
Versos de Charrúa
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