Me atajaron los
cuatro en la vereda
apenas me bajaba de
la chata
donde tenía las
sogas y los vicios
pues me volvía esa
noche pa’ la estancia;
recién nomás había
cargao los pingos
que ya volvían pa’l
campo en una jaula
a cargo de Don
Cosme, el mayordomo
que había hecho de
jurao en la domada.
Eran tres mozos
altos y barbudos
con esas ropas
gringas y gastadas:
vaqueros sin color
en las rodillas,
camisas con
bolsillos en las mangas;
la gurisa era linda,
fresca y rubia
con más trenzas que
un juego ‘e cabezada,
un mameluco entero
muy ceñido
le ajustaba los
pechos y las ancas.
“-Pa’ donde queda el corso?”, me
dijo uno
y largaron los tres
la carcajada
mientras que la
muchacha, en medio’e la vereda,
un remedo a malambo
zapateaba.
Contesté socarrón: “-No
se ande queda,
ustedes deben ser de
una comparsa
cuando los vi venir
sentí tristeza
por cuatro
mascaritas extraviadas”.
Sentí enseguida que
les dio vergüenza…
se les borró la
risa de la cara,
y la vergüenza es
mala consejera
cuando se tiene
enfrente una muchacha.
“-¿Así que vos sos vivo? -me
dijo uno
pasándome la mano
por la cara-
conmigo no te hagas el Juan Moreira
que no vas a caber en la ambulancia!”.
Se me turbió la
vista, el pensamiento
me transmitió el
mandato de la raza,
se me corrió la
mano a la cintura
en donde el
verijero descansaba,
pero una luz más
fuerte que la ofensa
me mañó el brazo,
me amansó la rabia,
y el recuerdo de m’hijo,
también mozo,
me cambió por
perdón la puñalada.
“-No m’hijo, soy un
hombre’e trabajo
-le contesté mirándolo
a la cara-
Vivo en el campo y
por lo tanto
uso bombachas,
botas, corralera y rastra.
No ando estraviao
del tiempo como piensan,
así vestimos hoy en
la campaña
los hombres de esta
tierra que nacimos
pa’l trabajo rural
de las estancias.
Aunque estas son
las pilchas del domingo
-pues normalmente, andamos
de alpargatas
de sol a sol
tratando de sacarle al suelo
las riquezas que
otros gastan-,
a cualquier lao que
voy vestido ansina
me identifican por
las prendas gauchas
como hijo del país
de las haciendas
y el granero del
mundo que es la pampa…”.
Me miró el mozo más
atentamente,
bajó los brazos,
agachó la cara,
mientras los otros
dos y la gurisa
ya casi con vergüenza
me rodeaban.
Tras un silencio
que se oyó en la calle
les dí las “¡buenas
noches!” y la espalda.
Se miraron los
cuatro y sin hablarse
agarraron el rumbo
que llevaban.
No supo nunca el
mozo, que este criollo
que luce en el
bigote alguna cana
y dos ojos cansao
de mirar lejos
en el rostro quemao
por las heladas,
al perdonar su
ofensa con nobleza,
al no escuchar las
voces de la rabia,
al detener la mano
en la cintura
…le había hecho sin
querer… una gauchada!
Versos de Carlos López Terra (1936 / 2017)
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