Después de larga matiada
ensiyo siempre el nochero
poniéndole cada apero
con la pausa acostumbrada.
A los tientos, bien atada,
una bolsa de herramientas,
encerao pa’ las tormentas,
alambre, por si han cortao,
y un lazo por mí trenzao
que ya tiene algunas mentas.
Buscando algún abichao
en la hacienda, voy tranquiando,
mientras sigo vigilando
el tiro del alambrao.
Un perro de cada lao
van haciendo de laderos;
el alboroto ‘e los teros
da melodía matinal
y hacen coro musical
con su canto, los horneros.
Lagunas, lomas, uncales,
los talas desparramaos,
unos cardos resecaos,
varias clases de animales;
bordeo los tembladerales
por si alguno empantanó,
y el “Picazo” que avistó
a lo lejos, un caído,
con desconfiao resoplido
a mi orden se le acercó.
Un lindo noviyo holando
de noche’ncontró la muerte,
tal vez... por el trébol juerte
que de apoco va asomando.
Dispacio lo juí cueriando
pa’ sacarlo sin cortar,
porque lo quería guardar
como adorno pa’ la pieza,
o justo abajo ‘e la mesa
pa’ risguardo ‘el pisotiar.
Seguí dispacio tranquiando
y ya con el cuero en ancas
del picazo patas blancas
que soplaba, disconfiando.
Estaba un toro escarbando,
otro balaba enojao
y un tercero prieparao
pa’ trenzarse’n la topada,
y más ayá una yeguada
que’l padriyo ha’montonao.
Al pasar, a un esquinero
lo vi que estaba tumbao,
(al “pión” se lo había ladiao
el correntoso aguacero);
parao al torniquetero
tras de un rato lo dejé,
ansí a mi rancho yegué
con la gran satifación
de cumplir bien la misión
que a diario m’encomendé.
Versos de Agustín A. López
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